lunes, 9 de junio de 2014

Erró la primera vez, pero ya prepara la segunda



Era el último trecho para cumplir el sueño americano. 
Atrás, dice, quedaban las calles polvosas de Pacula,
y el tiempo de penurias en esa tierra árida del Valle del Mezquital



Por: Axel Chávez


Era octubre, en el poblado de Altar, y “el sol quemaba como el mismo infierno”. A 40, tal vez 50 grados, recuerda Javier, uno podría sentir por los brazos, y después por todo el cuerpo, como hervía por dentro la sangre por el inmenso calor.


Estaba en Sonora. Era el último trecho para cumplir el sueño americano. Atrás, dice, quedaban las calles polvosas de Pacula, y el tiempo de penurias en la tierra árida del Valle del Mezquital.


No había trabajo y, según él, ninguna otra opción.


Apenas juntó tres mil 800 dólares y los puso en las manos del pollero. Gente de confianza, ya ha pasado a varios parientes, por eso la cuota para guiarlo en la travesía por el desierto es más baja para los suyos, a cualquier otra persona no le cobraría menos de cinco mil dólares.


Por la rígida política migratoria y el aumento de la vigilancia en el “cruce”, el desierto de Altar se ha convertido en una nueva ruta para los mexicanos, también para los centroamericanos que tratan de llegar a los “Yueseis”.



Al principio, Javier lo cuenta fácil, que pareciera no hay innumerables riesgos que en ocasiones cobran la vida de muchas personas: había que atravesar esa zona hasta llegar a California, y ahí coger un “raite” a la tierra prometida, “donde se gana más siendo un mendigo estirando la mano, que trabajando como burro, aquí, diez horas en el campo bajo el sol”.


Sin embargo, después relata que aquella primera vez, cuando habían bebido toda el agua que cargaban en garrafones sobre las espaldas, a él, las piernas se le quebraban de dolor, y sus pies, ya callosos, casi desfallecían mientras se enterraban en la arena.


Ahí, con esos rostros pálidos por la insolación, un hondureño con una virgen tatuada en el antebrazo le contó, a manera de motivación, que una vez un “paisa” cuando cruzó varios años atrás el desierto, vio, a lo lejos, unos cadáveres que eran devorados por unas carroñas que parecían como zopilotes. Además, muchos dicen que “ahí han muerto madres con los hijos en el vientre” e incluso, aunque Javier no lo vio, tal vez por lo quemante del sol que caía sobre de sí, que hay huesos humanos desperdigados entre las dunas.


Pero era mejor cruzar ese desierto, caminar por días, a correr el riesgo de sumergirse en las corrientes del Río Bravo, que llegan a hundir las balsas y atraer hasta sus profundidades los cuerpos.


Javier, aunque no ha estado ahí, recuerda que el mismo pollero que ya ha cruzado a tíos, primos y paisanos, le contó que en el rio hay un animal salvaje, parecido a un cocodrilo, “con el hocico largo y muchos dientes” que ha devorado a un sinnúmero de migrantes.


El hondureño que lo motivaba, y con quien fue deportado por la “Border”, llegó hasta Altar después de viajar aferrado al lomo de la Bestia, “El Tren de la Muerte”, como le llaman ellos al ferrocarril, y recuerda Hidalgo porque a la altura de Huichapan un grupo de sujetos encapuchados, armados con cuchillos, les robaron todas sus pertenencias. Por eso tuvo que esperar varias semanas para que un pariente suyo en “La Flórida” le mandara dinero para pagar al pollero.




“Y así a un chingo”, dice, lo intuye, lo cree porque se lo han contado, y eso que no sabe que tan sólo en 2013, 740 indocumentados, principalmente centroamericanos, fueron víctimas de delitos que van desde el robo hasta la privación ilegal de la libertad durante su trayecto por México rumbo a la frontera con Estados Unidos, según información de las delegaciones del Instituto Nacional de Migración.

Javier, delgado pero con el estómago poco inflado, el rostro ancho con mejillas llenas, de tez morena, y los brazos que se ven duros al ser de alguien que ha trabajado la tierra, campesino por herencia y, además, pobre desde el vientre, erró en su primer intento en pasar al otro lado, pero advierte que no cesará hasta cambiar el destino de su familia.

Poco le importa que exista una gran muralla construida por Estados Unidos formada por varios kilómetros que se extienden por la frontera Tijuana–San Diego (California), y que otros tramos del “Muro de Berlín de los estadunidenses” lleguen a los estados de Arizona, Sonora, Nuevo México, Baja California, Texas y Chihuahua.

Tampoco le intimida que exista vigilancia permanente con camionetas todo-terreno y helicópteros artillados. Que en el desierto digan que los cuerpos tendidos como reses son devorados por carroñeros y que en el Río Bravo haya miles que perecieron en su intento por internarse ilegalmente a Estados Unidos, pues él sólo busca cambiar la vida de él, su madre, su mujer y sus hijos.




Agarra fuerzas y valor, igual junta dinero, mientras se emplea en algunos “jales” por su tierra o “donde caiga”, pero ya ha decido que irá, nuevamente, en busca del sueño americano, del que, tras caer abatidos en la travesía, muchos jamás han vuelto a despertar.


Incluso, las autoridades migratorias reconocen que hay restos mortuorios que no se repatriaron para darle “cristiana sepultura” en sus tierras de origen, pues ya no fueron identificados y acabaron en la fosa común.

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